Los porqués de otro año negro en la violencia de pareja, 6 años después de una ley anticonstitucional inspirada en la máxima maquiavélica de que “el fin justifica los medios”, no son, en realidad, tan inexplicables. Y no, no voy a decir que la Ley Integral de 2004 es la culpable, aunque no esté de acuerdo con algunos de sus planteamientos y a pesar de su ostentoso fracaso. Tampoco opino, como algún sector de la Iglesia, que el progresivo abandono del modelo de familia tradicional tiene relación con el aumento de la violencia en la pareja. Sin embargo, tampoco respaldo a quienes contraatacan diciendo que es, en realidad, la Iglesia y su sentencia “hasta que la muerte nos separe” uno de los factores que intervienen en el fenómeno. De ninguna manera apoyo, por otro lado, la paupérrima excusa de que el debate sobre las denuncias falsas ha ejercido de freno en la voluntad de denunciar de las víctimas. Para argumentar esto y mi convencimiento de que tampoco el machismo es el problema, he escrito un libro, pero quisiera compartir desde aquí un resumen de mi opinión al respecto en un momento en que todo son elucubraciones deshilachadas y redundantes que poco aportan. Y lo hago desde la humilde y desafortunada autoridad que me da el haber sido víctima de la locura de un maltratador y desde el deseo de conocer un futuro en que ninguna persona, ni mujer, ni hombre, ni niño, ni anciano, sean agredidos por quienes se supone, deberían amarles.
Voy a partir del dato que muchos mencionan y nadie interpreta de la estadística del Centro Reina Sofía para el estudio de la violencia, que demuestra que los índices de feminicidios en España son menores que en el norte de Europa, en países que llevan muchos más años que el nuestro aplicando ambiciosas políticas de igualdad. Hay quien enarbola esta estadística para acallar las voces que claman escandalizadas por el incesante goteo asesinadas en España, como si nuestra inferior posición en la tabla indicara que algo estamos haciendo bien respecto a esos países. Sin embargo, en la medida en que les imitamos, parecemos aproximarnos a sus estadísticas y temo que sólo sea cuestión de tiempo alcanzarles si no hacemos algo distinto. De hecho, es bien sabido que no pueden obtenerse resultados distintos haciendo lo mismo de siempre. Por tanto, deberíamos aprovechar su experiencia para dar paso a propuestas diferentes, paralelas y compatibles, atendiendo a que tampoco las medidas por la igualdad, siendo justas y necesarias, serán el anclaje que nos amarre a un futuro sin violencia.
Con mi historia a cuestas y todo de lo que ella he aprendido e investigado, puedo aportarles una propuesta en esa línea. Pero antes, resolveré la pregunta que angustia a los investigadores que tratan de desentramar este problema averiguando por qué las maltratadas vuelven con su agresor, se resisten a dejarle, no lo denuncian o sencillamente le aman. Porque sí, como bien sospechan, esa es una de las claves. Pues resulta que el agresor es bueno y malo al mismo tiempo. Tal cual. No es un grandísimo actor que finge ser bueno en pro de sus sádicos planes de sometimiento de la mujer, no. Es que es realmente bueno y malo, alternativamente, en estados psicológicos que se suceden con una frecuencia determinada en cada individuo: el estado normal y el estado de crisis. La maltratada se enamora, entonces, del hombre bueno que es este agresor en estado normal, pues resulta que en ese estado son personas absolutamente normales, respetuosas y particularmente sensibles. Sin embargo, en estado de crisis, se apodera de ellos la potente paranoia de estar siendo despreciados por todos, de que todo el mundo es malo, de que su pareja planea traicionarle y de que él tiene que castigarla por ser mala. Así pues, en crisis, su comportamiento se ajusta a una máxima universal inapelable: lo malo debe ser castigado. El problema es que su paranoia, su criterio patológico le hace ver maldades en cualquier cosa y siente una ansiedad insoportable si no ve saciado su impulso neurótico por castigarlo. Nos enfrentamos pues a una anomalía psíquica vinculada a los celos patológicos que, además, afecta por igual a hombres y mujeres. La consciencia de problema propio, por otro lado, no revierte los síntomas. De hecho, mi ex pareja era muy consciente de su problema y a pesar de ello, no podía controlarlo. Por tanto, de nada sirven los protocolos enfocados a que reconozcan racional y conscientemente lo inadecuado de su conducta.
Esta es la base de mi propuesta, pero antes de criticarla piensen por un momento en si fuera verdad. Si esto fuera cierto y llega a demostrarse, como firmemente creo que ocurrirá, el único problema a resolver, a parte de encontrar una terapia eficaz, sería el tratamiento penal que recibiría este tipo de trastorno. En mi propuesta resuelvo esta cuestión, contemplando que se trate como un nuevo trastorno de la personalidad compatible con el internamiento penal ordinario. Primero, por su peligrosidad inherente y por la seguridad de las víctimas; segundo, porque este trastorno permite comprender la gravedad del delito y asumir el castigo que le corresponde, hasta el punto de parecerles leve la pena de cárcel; tercero, precisamente, porque debe impedírsele el suicidio con el fin de seguir investigando en ellos terapias más eficaces que sirvan para detener el empeoramiento y reducir la peligrosidad de afectados en libertad; y por último, para investigar las claves que originan estas personalidades maltratadoras y trabajar en su prevención.
¿Siguen escandalizados por mi propuesta? Quizá por ser, precisamente, una ex maltratada, no temo hacerla y no tengo ningún prestigio que perder si me equivoco. Pero piensen, de nuevo, en la estadística del Centro Reina Sofía sobre el ranking de feminicidios en el mundo. Desde mi enfoque podemos dar una interpretación bastante razonable al hecho de que en Europa se mate a más mujeres en países altamente igualitarios y menos en países tradicionalmente machistas. Lo explico con un ejemplo: Si asimilamos los celos patológicos a una dictadura, ¿quién muere antes en esta dictadura, los rebeldes o los sumisos? Lógicamente, muere antes quien se rebela, quien desafía a la dictadura. Pues lo mismo ocurre con este trastorno. En los países del norte se estimula la libertad y la rebeldía sin combatir la dictadura de los celos, que se ve provocada y estalla, tanto contra las mujeres, como contra los hombres. No es casual que en Holanda recientemente se haya pasado de tener 4 a abrir 40 casas de acogida para hombres maltratados.
Olvídense de prejuicios, de esquemas preconcebidos, de ideologías, de posturismos y reflexionen, por el bien de todas las víctimas presentes y futuras: Con los medios actuales no se está consiguiendo nada, ni en España, ni en el resto del mundo. Sin embargo, los síntomas son sospechosamente similares en todas partes sin que se logre dibujar un perfil predeterminado ni de víctimas ni de agresores, igual que ocurre con otros trastornos y enfermedades. ¿Les asusta que esta sugerencia sirva para disculpar al maltratador? Pues si sirve para salvar vidas y permite que los agresores asuman una pena igual a la de un individuo sano, a mí no me asusta en absoluto. Y no, no paso la patata caliente a manos de los psicólogos y psiquiatras, la paso a manos de toda la sociedad que debe, de una vez por todas, abandonar la palabrería vacía y volcarse en evitar los factores educativos concretos que confluyen en el desarrollo de una personalidad maltratadora. Siendo un enfoque compatible con los protocolos actuales, ¿qué perdemos investigándolo?
Araceli Santalla, presidenta de la Asociación VISC (www.visc.es) y autora de “El machismo no es el problema”, Alborán Editores, 2010 (www.tiendadelpsicologo.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario